La situación económica que nos acompaña ha popularizado el precio de todos los artículos de descanso hasta barreras insospechadas hace pocos años.
El boom de la viscoelástica, que nació de la mano de Tempur hará unos 15 años, es un claro ejemplo.
Por entonces un colchón de matrimonio de esta marca costaba 200.000 pesetas. Poco tiempo después se sumaron a este carro numerosas marcas, se entró en competencia de calidades y diseños pero no en precio. Un buen colchón seguía costando mil y pico euros.
La fabricación de este tipo de colchones se popularizó, numerosas marcas empezaron a comercializar este material y, mes a mes, los precios fueron cayendo. El precio de un colchón de viscoelástica, en medida de matrimonio, bajó de los 1000 €, luego de los 800, y ahora ya ronda los 500 €, incluso menos.
Pero ni entonces los colchoneros eran usureros, ni ahora son ONGS. Las calidades han bajado, los problemas de fiabilidad de los productos han aumentado, los márgenes se han ajustado al mínimo y como consecuencia hemos «asiatizado» el sector del descanso.
Bonito, barato pero con una corta vida.
Así son el grueso de los productos que se venden en nuestro mercado. Y cuando hablamos de salud no creo que sea la mejor opción. Tu cuerpo empezará a sentir los achaques del colchón y pronto el efecto milagro de un descanso adecuado, desaparecerá. Y la opción generalizada no es acordarnos del precio de aquello que compramos sino de la calidad del material o del prestigio del establecimiento o de la marca.
No hace falta ir hasta China para importar colchones, ya los fabricamos en casa. Y ni gana el usuario, ni gana el comerciante ni ganan las fábricas. Y acaban cerrando.
El efecto dominó de lo Made in China se está cargando nuestro tejido industrial y somos los principales culpables.
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